Gibrán Ramírez Reyes*
Antes de que en julio de 2018 se votara la disyuntiva entre transformación o continuidad, ésta tuvo que ser madurada durante más de un decenio. El régimen neoliberal tuvo su forma política en el tripartidismo producto de la mal llamada transición a la democracia, que fue en realidad un tránsito al pluralismo cuya concesión a la izquierda fue dejarla existir y ocupar un lugar en las instituciones.
Poco a poco, dichas instituciones fueron amoldándose: una vez claro el equilibrio de los votos, se configuraron mediante cuota las instituciones del Poder Legislativo, los organismos autónomos (particularmente el IFE), el Poder Judicial.
En el Senado, por ejemplo, funcionó así en los últimos tiempos: la Junta de Coordinación Política para el PAN, la mesa directiva para el PRI, el Belisario Domínguez para el PRD. Y así se rotaban.
La culminación de este proceso fue, sin lugar a duda, el Pacto Por México, que profundizó el neoliberalismo con las reformas que le hacían falta. Pero para entonces había ya un enorme elefante en la sala.
En 2006 se hizo patente una regla informal del régimen político: la izquierda solo podría ser socia minoritaria en la empresa de la transición, pero jamás aspirar a gobernar el país. Había pluralismo, pero no democracia.
Algo podía anticiparse desde el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, donde quedó impune la muerte de cientos de militantes y dirigentes del PRD. Pasado el río de sangre y al parecer ya siendo la izquierda aceptada en las instituciones, comenzó el ejercicio de la jefatura de Gobierno de López Obrador, que no se prestó a negocios como el del Paraje San Juan, que desobedeció a la Corte y la exhibió, que tenía una popularidad que rozaba las nubes y que se tomaba en serio la misión de gobernar para los pobres, con decencia y Estado de derecho.
Muy pronto su figura resultó inasimilable para la simulación transicionista y vino el fraude de 2006 y el respaldo de toda la intelectualidad de la transición al atraco con argumentos leguleyos.
En 2012, Peña Nieto fue elegido presidente rompiendo buena parte de las reglas, particularmente los límites de gasto, de manera obscena. Imaginen que el IFE hubiera sido tan quisquilloso como el INE actual contra Morena. Peña no habría podido ser ni precandidato.
En ambos casos, esa intelectualidad hizo una reforma al sistema electoral para tapar el pozo una vez muerto el niño. El único camino para que se respetara una victoria era que la diferencia de votos fuera masiva, incuestionable, alterar de manera permanente la correlación de fuerzas del tripartidismo que propició el régimen de la transición.
Y eso fue lo que sucedió: la única opción era el cambio de régimen. En todo cambio de régimen, es cierto, hay un proceso de destrucción, y la destrucción es siempre dolorosa, sobre todo durante el tiempo que tarde en consolidarse lo nuevo (la nueva política social, el nuevo orden territorial, la nueva política educativa, la nueva política de salud).
Además, nunca es seguro que lo nuevo avanzará en el sentido del interés público o el bien común: hay incertidumbre. Por ello, ahora, a toro pasado, algunos pueden pensar que era mejor reformar el régimen, no cambiarlo: democratizar el pluralismo, por decirlo de algún modo. Eso habría pasado si en 2006 hubieran dejado avanzar a Andrés Manuel y a todos los que vinimos con él.
- Doctor en Ciencia Política por la UNAM.