Gibrán Ramírez Reyes*
Las cosas han cambiado. Visto que 2018 no fue una anomalía, ya puede ir asumiéndolo la oposición, bajar el volumen de la voz, y propiciar un nuevo acuerdo republicano.
Lo que realmente se jugaba en esta jornada electoral era la medida del crecimiento de Morena. Hubo siempre un bloque dispuesto a la negación más escandalosa, y sus voceros enunciaron una serie de fantasías que afortunadamente quedaron escritas, para recordarse siempre que haga falta.
Está, por ejemplo, una encuesta que se realizó a empresarios y que fue motivo de comentarios en marzo de este año, que mostraba que buena parte de los capitanes de grandes empresas pensaba que Morena y sus aliados no repetirían la mayoría absoluta, lo que algunos como Lourdes Mendoza —Lady Chanel— celebraron.
Estuvo también María Amparo Casar, que en un sesudo análisis habló del escenario adverso para Morena y la posibilidad —nunca antes vista— de cancelar las elecciones en México por esa expectativa (de ella y de Claudio X. González).
Ninguna fantasía de la mente calenturienta de las derechas se ha concretado. Si acaso, los errores de Mario Delgado al frente de Morena impidieron un crecimiento mucho mayor en la Cámara de Diputados del partido del Presidente.
Si bien en marzo de este año los números de Morena rozaban la mayoría constitucional y se hablaba de una ventaja en 14 de 15 gubernaturas, los números que se prefiguran arrojan un resultado prácticamente igual al que se tuvo en 2018 en la Cámara de Diputados y, por lo menos, de la mitad de lo que estaba en disputa en los estados.
Y esto ha sucedido después de una campaña permanente en medios de comunicación, de la minoría de intelectuales públicos a favor de la cuarta transformación, de los gastos millonarios de campaña, después de todo, Morena crece bajo el impulso de la legitimidad del Presidente que se muestra hoy, como dijo hace muchos años para disgusto de sus adversarios, políticamente indestructible.
También es cierto, para hablar con verdad, que el partido que ganó no es el que posee la mística de 2018, sino un aparato reformulado, más poblado de pragmatismo y de poderes reales, menos de izquierda y menos idealista —y este triunfo marcará también su nueva fisonomía.
El cambio es irreversible en nuestro sistema de partidos. Estamos ante un bipartidismo de facto. Los resultados en las gubernaturas —salvo Nuevo León— que se presumen todavía cerradas hasta el cierre de esta edición, son entre Morena (o en el caso de San Luis su aliado) y el representante más aventajado del bloque opositor.
Se trata de un síntoma también del que podría ser un bipartidismo formal en ciernes, si así se decidiera en una reforma política.
Tiempo pasará para que en el imaginario público deje de pensarse en tres partidos equivalentes, donde PRI, PAN y Morena ocupan lugares simbólicamente similares, pues con estos bueyes hemos de arar de aquí a 2024 —quizá con alguno más—, pero la realidad es que pertenecen ya a ligas distintas.
En los medios de comunicación, de hecho, se sigue hablando de ellos como los más importantes, aunque ninguno de dichos partidos valga ya más allá de la mitad del nuevo partido democráticamente dominante.
El intento de Movimiento Ciudadano ha fracasado también. Su suma a la alianza opositora no alcanza para darle la mayoría absoluta y esa condición los obligará a definirse, como en el llamado Bloque de Contención en el Senado, como uno más de los partidos del antiobradorismo.
*Doctor en ciencia política por la UNAM.