Gibrán Ramírez Reyes*
En un texto poco conocido de 1963, Vicente Lombardo Toledano –el injustamente denigrado ideólogo del régimen de la Revolución Mexicana— explicó que la democracia en México tenía que nacionalizarse.
Esto significaba, por un lado, que los colaboradores del presidente de la república no fueran sólo gente de su personal confianza por amistad, paisanaje o parentesco, aduladores o recomendados del poder saliente, sino elementos capaces, honestos y patriotas “escogidos en el seno de los sectores deseosos de hacer progresar a México con independencia, de ampliar el sistema democrático y de elevar el nivel de vida de las mayorías”; y por otro lado, que se avanzara más allá de los diputados de partido (el origen de los llamados plurinominales), recién formulados en la reforma electoral de ese año, y se reconociera y encauzara la representación de personas organizadas en localidades en donde la democracia todavía no había llegado.
Lombardo, como muchos otros, aunque la historiografía dominante no suele hacer hincapié al respecto cuando se pondera su biografía, sufrió el autoritarismo de los gobiernos y caciques locales.
En Teziutlán, Puebla, le encarcelaron familiares y amigos por querer ser diputado federal y, después de ser gobernador interino de Puebla, fue perseguido todavía más, en una situación similar a la que vivió en Sonora durante la controversial elección de Jacinto López en 1949.
La consolidación de la Tercera Transformación estaba en construir una verdadera democracia nacional.
Con la mal llamada transición a la democracia se instauró un régimen pluralista-autoritario que especializó los mecanismos formales de la democracia, pero la vació de contenido y de ningún modo la nacionalizó. Mientras se hablaba de las bondades de la “democracia en vías de consolidación”, en lo local se reproducía y sofisticaba el fraude electoral y se perseguía opositores por meras cuestiones políticas, algo que algunos politólogos y politólogas han definido como un régimen subnacional autoritario-competitivo, pero que en algunos casos era autoritarismo a secas.
Los gobernadores y caciques locales actuaron con total impunidad y con el beneplácito del gobierno de la república para mantener el control absoluto y mafioso en sus entidades.
Esta hipocresía en el discurso democrático fue denunciada en más de una ocasión por López Obrador y el tiempo le dio la razón.
En México no existía una democracia verdadera, el pluralismo estaba acompañado de discursos falsos, manipulación, fraudes electorales y autoritarismo en localidades donde la prensa nacional no miraba y la prensa local vivía entre el chayote y el asedio gubernamental o criminal a quien se atreviera a decir la verdad.
La Cuarta Transformación de la vida pública de México surgirá cuando se construya una democracia que no se quede sólo en el discurso, con gobernantes capaces, honestos, patriotas y representantes verdaderos de los diversos sectores sociales; cuando las prácticas democráticas se normalicen y lleguen a todos los rincones del país, terminando así con el autoritarismo del régimen subnacional, sin importar los colores, como bien dijo antes el presidente.
Lombardo escribía eso en 1963 sobre el régimen que comenzó a delinearse en 1917. A juzgar por la velocidad del nuevo cambio, vamos bien.