Gibrán Ramírez Reyes*
“Todo parece indicar que me va a tocar conducir el proceso del 2024” y será por encuesta, dijo Mario Delgado en una entrevista con Alejandro Cacho y Paulina Greenham, un día después de su reunión con López Obrador para reportarle los resultados electorales, una reunión de la que AMLO habló en la mañanera con marcada incomodidad, intentando hacer parecer el manejo del partido como un asunto del todo ajeno a él, porque así prometió que sería.
Todo mundo sabe que las encuestas de Morena son una vacilada, que son apenas el disfraz del dedazo (antes que yo lo dijo Enrique Dussel) y ya ni siquiera se ha hecho la finta de ocultarlo. Se trata de dedazos informados.
En Durango, por ejemplo, Mario Delgado e Ignacio Mier impusieron a una candidata corrupta que en la encuesta pública presentada por ellos mismos aparecía en tercer lugar.
La impusieron con ese cinismo, desde luego, con la complacencia de un público que ha elegido la ceguera zalamera ante el poder como mejor método para la paz interior. Y por supuesto perdieron.
Pero el cinismo y el manejo arbitrario del partido, que extinguió su vida orgánica desde 2018 y vive desde entonces en ilegalidad, siguen ganando ahora que AMLO ha ratificado a Delgado y a las encuestas.
No caben ya los engaños de que Delgado actúa a espaldas de López Obrador, como muchos pensábamos, como siguen repitiendo John Ackerman y otros militantes.
Esto habla también de algunas derrotas éticas del presidente —autoinfligidas, como la mayoría de las derrotas de ese tipo— que son, a la vez, un triunfo del cinismo de algunos entre quienes le rodean.
Es algo propio de la dinámica del poder, pero no deja de ser triste para quienes tuvimos fe en él y la seguimos teniendo en que se puede transformar, para bien, el país. El político profesional electoral le ganó al dirigente social, al presidente histórico que quiso ser.
A su afán de pasar a la historia como demócrata ejemplar, le ha ganado su afición al triunfo electoral a como dé lugar. A la convicción por elecciones justas, la tentación del dedazo informado; a la de rechazar el uso de programas sociales con fines partidistas, la necesidad de estructura electoral; al combate a la corrupción y el respeto a la ley, la necesidad de tener financiamiento electoral suficiente –como se puede ver en el publicitado caso de Sergio Carmona y el huachicol aduanero, famoso en la elección de Tamaulipas.
Andrés Manuel, como San Agustín, es dos y está en cada uno por completo: su gran virtud como gobernante de la Ciudad de México fue equilibrar el pragmatismo del poder con el peso de la ética.
Para la historia del país, el mundano triunfó sobre el santo. En los templetes de festejo sabatino y dominical están el secretario de Gobernación, la jefa de Gobierno de la ciudad, la dirigente de una asociación civil, y, por supuesto, Mario Delgado: el rostro de ese partido que es puro membrete y cuya inexistencia debe suplir un conglomerado de instrumentos del gobierno, la sociedad civil, poderes locales.
En resumen y para parafrasear su alarde reciente: en buena medida el sexenio se consumió en que sean más importantes las próximas elecciones que las próximas generaciones.
Las infancias, esos ciudadanos futuros que deberían ser presentes, viven un momento oscuro entre el abandono escolar, el atraso educativo, la orfandad por la guerra, por el covid, los desplazamientos forzados masivos, la omisión general de cuidados. Eso no existe en la agenda, eso no es “transformación”.
*Doctor en ciencia política por la UNAM.
@gibranrr