Gibrán Ramírez Reyes*
En la calle, en el espacio público y en las encuestas, la inflación ocupa un lugar cada vez más importante entre las preocupaciones de todos. El sentimiento de impotencia es compartido.
Todos sabemos que la inflación no es culpa del gobierno, pero también nos preguntamos qué más podría hacerse. ¿Ya se ha hecho todo lo que se podía para contener esta crisis que vino de fuera?, ¿queda solo resignarnos al mundo que nos tocó vivir?, ¿maldecir la guerra y la pandemia?, ¿lamentarnos por los más pobres y rezar por que hallen todos una forma de hacer llegar a su mesa los alimentos cada día?
Nuestra indefensión es producto, con responsabilidades diferenciadas, de la necedad neoliberal y del fracaso de este gobierno. De los neoliberales, porque durante decenios sostuvieron la tesis de que no era importante que México fuera autosuficiente en términos alimentarios.
Es más barato, dijeron, comprar que producir aquí los alimentos, y era mejor idea vender al extranjero cosas que dejan a los empresarios del país mayores ganancias. Los alimentos se comprarían fuera, a mejor precio.
La autosuficiencia como objetivo representaba, según sus dichos, un enorme costo de oportunidad. México sería más rico y más próspero si aprovechaba sus ventajas comparativas, vendía caras manufacturas y compraba baratos los alimentos.
Quienes defendimos desde la izquierda la idea de seguridad alimentaria argumentamos que una situación de emergencia pondría en problemas al país e incrementaría la pobreza alimentaria.
Los neoliberales nos replicaron que la situación de interdependencia del mundo sostendría las cadenas comerciales incluso en un escenario así. Con esos argumentos, caminamos a una mayor dependencia alimentaria que hoy tiene en jaque a buena parte del mundo —y así nos afecta más intensamente la crisis internacional en los precios.
En 2018 triunfó la opción política que promovía la autosuficiencia como una necesidad. En enero de 2019 se fundó el organismo Seguridad Alimentaria Mexicana para favorecer la producción de alimentos básicos.
Aunque diversos estudios habían mostrado pocos resultados de la política de precios de garantía (comparada, por ejemplo, con Procampo) se apostó por ella decididamente, al menos en términos discursivos y presupuestales.
En un mal escenario, decían los críticos, este programa solo fomentaría el atraso productivo y aumentaría la producción de granos básicos en una cantidad menor a la necesaria. La verdad es que no sucedió ni siquiera eso.
Se gastó mal (los gastos operativos representaron un tercio del gasto en subsidios), hubo descontrol de la entrada y salida de granos en los centros de acopio y, en resumen, una monumental corrupción que significó no solo un gran daño al erario, sino una eficacia nula de la política en cuestión.
Hoy seguimos siendo igual o más dependientes que antes de iniciado el sexenio; somos uno de los principales importadores de maíz en el mundo y mayoritariamente dependientes en arroz y trigo harinable, por mencionar algunos de los casos de mayor importancia.
Un propósito nacional loable quedó sepultado en una corrupción manejada discretamente incluso por los adversarios del gobierno. En voz bajita, la transformación voltea la mirada y sigue proclamándose victoriosa. La meta luce más lejana que antes.
*Doctor en ciencia política por la UNAM.
@gibranrr