Gibrán Ramírez Reyes*
Desde la izquierda, la democracia fue objeto de una intensa preocupación sobre todo a partir de los años 50. Francisco J. Múgica, desde el Partido Constitucionalista, apuntó que “la herencia política es funesta en un régimen republicano” y que los malos gobiernos no debían tener derecho al continuismo, por lo que era indispensable una reforma electoral.
En 1951 y ante una propuesta de reforma electoral autoritaria como la que hoy se plantea, todos los opositores revolucionarios y de izquierda reclamaron una auténtica reforma democratizadora, que quitara control de las elecciones al gobierno y generara igualdad para todos los partidos.
Sabían ya lo que querían, pero todavía no sabían cómo iban a lograrlo. Perdieron la batalla, el autoritarismo se encumbró y las ideas tardaron en tomar la forma de una agenda política.
En 1954, el Partido Comunista Mexicano propuso la creación “de un Consejo Nacional Electoral que debería encargarse de toda la preparación, vigilancia y calificación del proceso electoral; la independencia de los órganos electorales; ausencia de los poderes Ejecutivo y Legislativo en el Consejo Nacional Electoral e igualdad plena de todos los partidos”.
Destacó en la demanda de democratizar gobierno y partidos la voz de David Alfaro Siqueiros, apoyado por José Revueltas. Siqueiros se declaraba en 1957 “contra la imposición tapada” y pedía que el presidente no fuera árbitro ni siquiera dentro de su partido, además de la reforma electoral que, consideraba, tendría que convertirse en una de las principales banderas y hasta en un deber militante.
Las ideas de Siqueiros, Revueltas y los comunistas democráticos fueron conquistando terreno y ganaron importancia en los años 60.
A esas voces se sumó Lázaro Cárdenas y los cardenistas a partir de 1957 (cuando, desde luego, fueron tachados de traidores dentro del PRI).
Esa confluencia entre las izquierdas —y la que se dio entre estas y liberales ilustrados como Jesús Reyes Heroles— provocó la paulatina apertura del sistema electoral desde 1963 y hasta los 90, cuando el Consejo imaginado en 1954 por los comunistas, independiente del gobierno, de los partidos y del poder Legislativo se institucionalizó.
De las corrientes que impulsaron esos cambios que permitieron nuestro pluralismo nació la izquierda contemporánea que acogió y elevó a López Obrador, quien hoy la desconoce y destruye con la complicidad de miles de antiguos militantes.
En una actitud adánica (es decir, que considera que la historia comienza con él), AMLO pretende enterrar el principal legado de la lucha democrática de las izquierdas.
La reforma política y la reorganización del Estado mexicano para construir un aparato verdaderamente democrático son horizontes deseables, siempre que se discuta seriamente y se avance con cuidado y el máximo acuerdo posible.
La condición mínima del pluralismo es la posibilidad latente de que las minorías se conviertan en mayorías. La reforma de AMLO pretende enterrar esa posibilidad y camina hacia el autoritarismo.
Si queda izquierda en Morena, si sus legisladores y legisladoras tienen respeto por la historia y la memoria, preferirán sin duda acompañar el legado de Francisco J. Múgica, Lázaro Cárdenas, David Alfaro Siqueiros, Arnoldo Martínez Verdugo y cientos de miles de militantes durante largos decenios en lugar de convertirse en vergonzantes levantadedos del de Miguel Alemán reencarnado en Andrés Manuel López Obrador.
*Doctor en ciencia política por la UNAM.
@gibranrr