Néstor Y. Sánchez Islas.
La falta de seriedad de la titular de Turismo del gobierno estatal con respecto a la elección del cartel para la Guelaguetza provocó como pocas veces una enorme rechazo que se expresó a través de miles de voces en las redes sociales.
La selección del jurado calificador no gustó y, pocas horas después, se supo que era copia de una fotografía previa. Las autoridades no le llamaron plagio para no traer a la memoria el caso de Yasmín Esquivel. Señalaron a la ligera que el artista solo se había “inspirado” en la foto de esa chica tuxtepecana que circuló en las redes sociales.
Las fiestas de los Lunes del Cerro, que incluyen a la Guelaguetza, han sido desde siempre motivo de desencuentros y de caprichos. Por un lado, los caprichos del gobernador en turno o los de su esposa y por otro los desencuentros con las comunidades que exigen venir a la celebración, pero al final no son invitados.
En los años recientes fue el Comité de Autenticidad el que se llevó todas las rechiflas al ser considerado un organismo autoritario, excluyente y ajeno que tomó decisiones a espaldas de las comunidades.
En realidad, el trabajo de dicho comité ha sido más valioso de lo que muchos piensan.
En este espacio lo critiqué, más no por su falta de probidad sino por la forma casi clandestina en que se movían, la carencia de socialización de su trabajo y, por ello mismo, no explicar a la gente la razón de sus decisiones.
Sirva este espacio para reconocer el trabajo de la maestra Margarita Toledo que durante muchos años luchó para defender lo auténtico sobre lo político.
El oaxaqueño ha convertido a la Guelaguetza en un símbolo de su identidad. No hay expresión más oaxaqueña que la fiesta en el cerro y a su alrededor hemos construido una imagen mítica de nuestra cultura.
Por ello mismo las pifias recientes ofenden porque se toman como una burla hacia nuestras raíces. No se trata de que el origen de la fiesta sea prehispánico o moderno, se trata de que la gente la ha hecho suya y, en su percepción, merece un trato digno de una fiesta de la hermandad convertida hoy en valioso patrimonio cultural.
El oaxaqueño se viste de Guelaguetza y así se proyecta al mundo a través de su música, sus bailes, sus textiles, su comida y nuestras añoranzas por un imaginario pasado que siempre fue mejor.
La gente necesita exaltar sus tradiciones y exige que el Estado no desvirtúe la cultura, ni por motivos ideológicos ni económicos.
Tristemente hoy esas dos razones pesan demasiado en la toma de decisiones respecto de la celebración porque la difusión ya no se dirige a nosotros los oaxaqueños sino a los turistas y a la clase política que la usa como escaparate nacional. Alejandro Murat, que ni oaxaqueño es, usó la fiesta como un medio para proyectarse él, apropiándose de una cultura que le es totalmente ajena.
La Guelaguetza proporciona un sentido de pertenencia y por eso mismo la gente la defiende y la enriquece.
Aplicar políticas públicas inventadas sobre las rodillas o trabajadas con base en ocurrencias del funcionario en turno atentan contra nuestro patrimonio cultural. La Guelaguetza no le pertenece al gobierno, éste tiene la obligación de promoverla y proporcionar los recursos para que se lleve a cabo con el debido respeto, de forma democrática, abierta, transparente y contraria al autoritarismo para disponer de un patrimonio que es de los oaxaqueños en su totalidad.
Deben las autoridades saber transitar entre las tensiones que provoca la conflictividad social propia de nuestra tierra y de las ideas que llegan de fuera a fin de no perder identidad frente a los intereses del mercado que solo aumentan la desigualdad al basarse únicamente en la capacidad de consumo del turista.
La llegada de funcionarios con intereses en la industria turística, como hoteleros y restauranteros, ha derivado en una visión netamente comercial de las festividades. No hay espacio ahora para quienes desean vivirlas en profundidad, en la intimidad de su ser.
Ahora todo es ruido, gigantismo y escándalo; es el aporte de quienes, siendo ajenos a los barrios, se visten de ellos para gritar su amor por Oaxaca, pero que corren a Las Vegas para festejar su nacionalismo.
La Guelaguetza merece respeto, es una institución ampliamente aceptada y debe organizarse escuchando las voces de quienes conocen del tema. No al capricho, ni a la ocurrencia y mucho menos a la improvisación, la revancha, el resentimiento o la ideologización en nombre de una transformación que en menos de dos años será olvidada.
La Guelaguetza la convertimos en un ritual en el que nos proyectamos, nos comunicamos con el mundo y sirve para mostrar nuestro orgullo por nuestras raíces, que siempre estarán a debate entre los ortodoxos de un mítico pasado indígena o los defensores del mestizaje; entre quienes defienden un espectáculo cultural o quienes apoyan el espectáculo comercial. Lo que no está en duda es que la Guelaguetza merece respeto.
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