Diego Enrique Osorno*
Doce de marzo de 1989. Como cada domingo, cientos de jóvenes bailan y oyen música punk en Ciudad Neza. La tocada es parte de un movimiento callejero de chavos banda surgido en las periferias metropolitanas del país a lo largo de los ochenta.
En medio de la verbena juvenil, arriban policías municipales y del Batallón de Radio Patrullas del Estado de México (Barapem). Parece que ocurrirá la historia de siempre: inicia una de las habituales y desafortunadas razzias de la época; sin embargo, esta vez la redada termina en matanza.
Primero se oye un disparo y luego ráfagas de balas por todos lados. Un número aún indeterminado de detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales son identificadas en este hecho represivo reportado en el informe Fue el Estado (1965-1990), elaborado por los comisionados de la Verdad, David Fernández, Abel Barrera y Carlos Pérez Ricart.
La poco conocida masacre punk del Zopilote Mojado, —nombrada así debido a que ocurrió en una calle de dicho nombre—, es uno de tantísimos casos de violaciones graves a los derechos humanos ejercidas de manera sistemática en contra de disidencias sociales, campesinas, indígenas, urbano-populares, religiosas y de género que fueron eliminadas por la Secretaría de Gobernación del documento final del Mecanismo para la Verdad y el Esclarecimiento Histórico creado durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
A partir de esta decisión ha surgido una importante controversia con el fin de revisar cuáles son los criterios y categorías pertinentes para considerar qué personas, colectivos y grupos deben ser considerados o no víctimas de la represión del Estado.
El cuestionamiento ya ha sido denunciado de manera pública en un pronunciamiento de los tres integrantes del organismo y en un reportaje de Analy Nuño para la revista “Proceso”.
No es este el único de los debates que debe surgir alrededor de informes, discursos y demás documentos oficiales sobre la memoria histórica emitidos en el sexenio anterior, encabezado por un presidente tan desesperado por ingresar a la historia al momento, como por ajustar a conveniencia sucesos del pasado inmediato para legitimar o ignorar cuestionables políticas actuales.
Prueba de este presentismo presidencial fue la determinación para obstaculizar la revisión profunda y exhaustiva del rol autoritario del Ejército en los últimos sesenta años de vida política y social del país.
Pese a un innegable papel en la plaza de las Tres Culturas, la guerra sucia, el surgimiento del narco, la contrainsurgencia en Chiapas, la guerra de Calderón y Ayotzinapa, las fuerzas armadas permanecieron lejos del puntiagudo escrutinio fomentado por los ejercicios de búsqueda de la verdad impulsados desde el conveniente presente eterno de la 4T.
Incluso, el acto de perdón ofrecido el pasado 2 de octubre por la presidenta Claudia Sheinbaum por la masacre de Tlatelolco, hubiera tenido menos cariz de decoración conmemorativa oficial si en estos tiempos de sospechosa y preocupante militarización hubiera sido el Ejército quien lo hubiera llevado a cabo de manera directa.
Por más afán que exista en EU por debilitarlas, las fuerzas armadas deberían estar dispuestas a que víctimas y miradas civiles independientes revisen a fondo su rol en graves y trágicos acontecimientos de nuestra historia reciente. Alicia de los Ríos, historiadora e hija de una de las víctimas de la guerra sucia, me lo dijo hace unas noches con suma claridad: Es el momento de que los militares hagan patria contando lo que pasó.
El nuevo poder político tiene la posibilidad de someter a una revisión realmente crítica el legado castrense, más ahora que lo trata de presentar como una institución “constructora de paz”. Lo que ya no hace sentido a estas alturas es preservar la historia de siempre.
*Escritor y periodista.
@DiegoEOsorno
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