Isidoro Yescas*
Escribe Luis Hernández en “La Jornada”: “Chiapas es un polvorín. Secuestros, asesinatos, amenazas de muerte y bloqueos se extienden por todo el territorio. Apenas el pasado 30 de septiembre, un comando armado incendió la presidencia municipal de Benemérito de las Américas. En las regiones Sierra y Frontera los combates entre cárteles se suceden sin interrupción, mientras miles de pobladores se encuentran desplazados”. (“Chiapas, la guerra civil llama a la puerta”, en “La Jornada”, octubre 18 del 2024).
La situación en Guerrero, el otro estado vecino de Oaxaca, no es tan diferente aún cuando allí la disputa de cárteles por el control territorial es más añeja y sangrienta y ya tocó las puertas de la ciudad capital, tal como quedó evidenciado con la reciente ejecución y decapitación del presidente municipal de Chilpancingo, Alejandro Arcos.
Y atrapado a dos fuegos, entre la violencia cotidiana que se registra lo mismo en Chiapas que en Guerrero, nuestra entidad ya perdió su condición de un estado seguro aún cuando la violencia que se vive en las regiones del Istmo, Costa y Valles Centrales, fundamentalmente, todavía no alcanza los niveles registrados en las dos entidades vecinas.
En el año 2020, el penúltimo del gobierno muratista, escribí lo siguiente a propósito del ascenso de la violencia criminal :
“En los tres primeros años del gobierno en turno pasamos de los ‘hechos aislados’ a ‘uno de las diez entidades más seguras del país’. Y hoy, pese al avance incontenible de la violencia e impunidad, desde la jefatura del poder ejecutivo se genera un nuevo discurso: ‘en Oaxaca se respira paz y gobernabilidad’”.
En la misma ocasión comenté que frente a esta ola delictiva, la rutina de los tres niveles de gobierno era “reunirse todas las mañanas para revisar cifras, evaluar su propio desempeño, realizar un control de daños, asignar tareas y persignarse para al día siguiente hacer lo mismo” (“Se cae el mito del estado seguro”, en “Noticias”, enero 23 del 2020).
Ya por insuficiencia presupuestal, baja capacidad operativa, descoordinación institucional entre el gobierno federal con el gobierno del estado y de éste con los gobiernos municipales, lo cierto es que, durante el gobierno muratista poco o nada se hizo para reducir los índices delictivos y para frenar al crimen organizado, pese a que ya desde entonces Oaxaca contaba con una fuerte presencia de la Guardia Nacional.
Y sin ninguna estrategia eficaz y escasa disposición oficial para combatir a los grupos delictivos, la violencia empezó a normalizarse al punto que hoy ya está tocando fondo.
Es cierto que ningún municipio de Oaxaca aparece todavía en el mapa de riesgos del gobierno federal y tampoco la entidad toda se considera, en lo que hace al sur-sureste del país, como un foco rojo, como son los casos de Guerrero y Chiapas, en donde ya el crimen organizado controla política y económicamente amplias franjas de dichas entidades.
No obstante, el incremento de la violencia criminal, expresado en un mayor número de homicidios dolosos y de desapariciones forzadas y una mayor inseguridad en las carreteras, son señales preocupantes que estarían anticipando un escenario de mayor inseguridad y afianzamiento de los cárteles que ya no solamente luchan por el control en la distribución de todo tipo de drogas y estupefacientes sino también por cargos de elección popular y por el control de municipios, tal como ya ocurre en Guerrero y Chiapas.
Ya casi transcurridos los dos primeros años de un gobierno que prometió ser distinto a su antecesor pero que hasta ahora, en los hechos, no ha demostrado fehacientemente ser diferente (solo hay que observar sus reacciones y el tratamiento que le ha dado al caso de la desaparición de la abogada mixe Sandra Domínguez) puede ser un buen deseo que se vea mas la mano de izquierda del gobernante para, otra vez en los hechos, devolverle a Oaxaca esa paz y seguridad que se perdió con el priato.
*Maestro en Sociología.