Misael Sánchez/Agencia Oaxaca Mx.
En el corazón de Oaxaca, a unas diez cuadras del Zócalo, sobrevive una selva domesticada que no se rinde ante el concreto ni los acuerdos políticos que la traicionan.
Es sábado, 31 de mayo de 2025, y el Jardín Conzatti, ese oasis botánico creado hace 75 años en memoria de un sabio extranjero que hizo de esta tierra su laboratorio y su patria, respira entre acordes de metales y vientos que ofrece la Banda Filarmónica Encanto Serrano, jóvenes de la Sierra Norte y la Sierra Mixe que han bajado para rendirle homenaje a los árboles.
El reportero llegó temprano, como suele hacerlo cuando el mundo le parece más honesto al alba.
Vio el parque desde su centro, desde la fuente que ha aprendido a resistir el abandono y los discursos. Ahí se detuvo. Casi encendió un cigarro. La brisa del agua le susurraba historias antiguas.
Observó. El jardín no parecía celebrarse a sí mismo. Estaba ahí, intacto, modesto, resistente.
Los setenta y cinco años se le notaban como se le notan a una biblioteca viva, no en el polvo sino en las raíces. Las jardineras, esas trincheras verdes, eran testimonio de una resistencia vegetal, y humana también, porque este pulmón no respira por decreto ni por presupuesto, sino por la tozuda voluntad de sus vecinos, y, en especial, por ella: la nieta del botánico.
La vio entre la gente. No la saludó. No quiso perturbar ese instante de llovizna, música y memoria que se le dibujaba en el rostro.
Lizzi Conzatti, heredera de una cruzada silenciosa, con un sombrerito que le iba muy bien, escuchaba la banda con los ojos cerrados y el alma abierta. Cada semana, cada mes, entre sus manos, hay una pequeña planta esperando su turno de ser sembrada. Es parte de un acto simbólico, pero también un gesto de amor.
El reportero apuntó en su libreta: “Aquí, donde antes hubo hasta un tianguis agresivo de fin de semana, vuelve a florecer la dignidad.”
Recordó entonces las múltiples ocasiones en que Lizzi alzó la voz, enfrentando gobiernos, regidores, comerciantes ambulantes y directores de cultura que convirtieron la omisión en norma. Denunció, discutió, impidió, advirtió. En más de una ocasión, amenazó con hacer guardia permanente. Y lo hizo. Con ardillas por compañeras y árboles por aliados.
Cassiano Conzatti, su abuelo, llegó desde Italia a finales del siglo XIX, y al ver Oaxaca, dijo que esa tierra se le parecía al paraíso.
Científico, botánico, pedagogo y cartógrafo, se hizo mexicano por convicción y oaxaqueño por amor. De él se cuentan leyendas. Que podía nombrar las plantas en latín al ver sus sombras, que tenía un mapa de la Sierra Norte dibujado de memoria, que enseñó a generaciones enteras a mirar la naturaleza como una biblioteca abierta. Que un día, simplemente, pidió que sus cenizas se esparcieran entre árboles.
Por eso existe el jardín. No fue un capricho urbanístico sino un homenaje vital. Un espacio donde los árboles hablan de él, donde las hojas caen con acento extranjero y se mezclan con la tierra indígena.
Un espacio que los gobiernos han querido “intervenir” con luces que ciegan, con tianguis que ensucian, con baños que huelen a abandono.
A mitad del concierto, el reportero recordó que un día antes recibió un mensaje: “No olvides la invitación. Por si gustas asistir. Ya está en tu agenda”, le había escrito su amigo Francisco Martínez. Entonces recordó que, en realidad, no estaba allí por azar, sino por lealtad. La del periodista con sus territorios morales. Porque si algo enseña Oaxaca es que hay sitios donde uno vuelve no como reportero, sino como testigo.
Y vaya que había sido testigo. Recordaba aquel diciembre en que se instalaron mamparas metálicas en las cuatro esquinas del jardín, como cuchillos de modernidad torpe.
Los vecinos, encabezados por Lizzi, no duraron una semana en desmontarlas.
Recordaba también el “Plan Luz”, aquel disparate de iluminación desmedida de un alcalde gallego – ¿o vasco? — que pretendía convertir el jardín en un escaparate nocturno. Y los baños públicos, los olores, los artesanos traídos desde Guatemala en plena Semana Santa, vendiendo junto a las raíces.
Contra todo, el jardín sobrevivió. Porque cada vez que lo intentaron tomar, hubo alguien que lo defendió. A veces con denuncias, otras con plantas, y muchas, muchas veces, con silencio militante. Como ese que hoy guarda Lizzi entre la música, como una ofrenda invisible a su abuelo.
El concierto concluyó. La Banda Encanto Serrano se despidió entre aplausos. Algunas voces animaron la jornada. La música había dicho todo.
No habrá boletines. No hará falta. Porque mientras existan espacios como este, cuidados no por los gobiernos sino por la gente, la ciudad aún tiene posibilidad. El Jardín Conzatti no es sólo un parque. Es una declaración de principios. Es un testimonio botánico de lo que sucede cuando la memoria florece.
Y mientras el reportero se alejaba por la calle Reforma, un par de ardillas cruzaron corriendo hacia los árboles. Parecían saludar. O quizás, simplemente, hacían la ronda matutina junto a la mujer que les lleva mangos, plátanos y almendras y que, cada mañana, antes de que el sol desate su furia, riega la tierra como quien riega el legado de los que, como don Cassiano, pensaron que el mundo podía salvarse con un jardín.
