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Opinión. Imágenes de EU

por Agencia Zona Roja

Diego Enrique Osorno*

El 11 de septiembre de 2012, el poeta Javier Sicilia, de pie en Washington, dijo unas palabras que durante un mes había repetido una y otra vez, pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad de Estados Unidos: “No queremos su lástima… tenemos que hacer algo ahora”.

En su voz cansada habitaba la gran tragedia de la guerra contra el narco en México auspiciada por las políticas estadounidenses y la voluntad de la resistencia de las víctimas mexicanas: el afán de convertir duelo binacional en acción civil, las pérdidas personales en exigencias colectivas.

Aquel viaje fue un acto radical de la diplomacia del desamparo. La Caravana del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que cruzó el imperio de costa a costa fue un gesto frágil y audaz que dejó un rastro de imágenes indelebles, a las que regreso hoy, al ver las protestas antifascistas de Los Ángeles.

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Una cartulina arrugada. Verde fosforescente. Seis rostros juveniles sonríen, congelados en el tiempo. Las palabras “Sonora” e “Hijos” escritas con marcador negro no necesitan traducción al inglés. Esta cartulina, precaria como una última oración, viajó desde Hermosillo a Los Ángeles. Era una herencia: el reclamo de Don Nepomuceno Moreno, asesinado a plena luz del día en el desierto. Su viuda la entregó a la Caravana. La cartulina arrugada tenía entonces una dignidad simbólica. Era pancarta, relicario, mapa del itinerario de duelo.

En Houston, una mesa de madera es intervenida. Sobre ella: una sierra industrial, un AK-47, una pistola Magnum, armas adquiridas legalmente en un Gun Show sin identificación oficial. En el centro de este altar profano y texano, un hombre con sus apellidos tatuados en los brazos: Salguero y González. La escena es un performance y una evidencia, escultura efímera y denuncia concreta. Un acto de desarme simbólico en la tierra de las armas.

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Hay rituales que no necesitan templo. En el Mercado La Paloma, antes de partir de Los Ángeles a Phoenix, la caravana es purificada con incienso. La acción es anterior a la partida de la primera ciudad del periplo, como si el cuerpo, cargado de memorias y espectros, necesitara ser protegido antes del nuevo trayecto. Humo como una forma de archivo invisible.

En Baltimore, Enrique Morones cuenta una fábula: un niño lanza estrellas de mar al océano. Le dicen que es en vano. Él responde: “Para esta estrellita, ya hice la diferencia”. La historia no es nueva. Pero al decirla en un parque público, ante migrantes y madres buscadoras de sus seres desaparecidos, tiene vigencia. Las estrellitas son ahora cuerpos, nombres, causas. La Caravana intenta devolverlos al gran río de la memoria.

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En Harlem, KT-Dra grita: “No more drug wars”. Marco Castillo toma el micrófono. Dice que aquí, en este barrio de Nueva York, se criminaliza a los afroamericanos por vender la droga que viene del Valle del Cauca, donde jóvenes son reclutados para otra guerra. La línea que une México y Estados Unidos (y Colombia, -o sea el mundo entero-) no es una frontera. Es una gran herida.

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Muchísimas imágenes más persisten en mi cabeza. No por su espectacularidad, sino por su insistencia. La cartulina fosforescente de Hermosillo. La pistola Magnum. El grito de Harlem. La fábula infantil en Baltimore. Hay otras imágenes que ondean más allá de la bandera mexicana de Los Ángeles. Hay que mirarlas. 

*Escritor y periodista.

@DiegoEOsorno

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