Néstor Y. Sánchez Islas
Mis recuerdos personales no van más atrás que el sexenio de Luis Echeverría, pero con este presidente me basta y sobra para saber de demagogia. Crecer en un hogar dedicado al periodismo te hace sensible y te vuelve atento a lo que sucede en política. Al lado de mi padre escuché casi por completo la mayoría de los informes presidenciales de aquel gran demagogo quedejó al país en ruinas, pero siempre con la dispensa en la boca: todo lo hizo en nombre del pueblo.
Con los años conocí la historia de la revolución mexicana, el régimen que hizo del pueblo su motivo e inspiración. Bueno, así nos lo hacían creer nuestros maestros con el cuento de aquella historia de bronce inventada por el régimen. Zapata, Villa y Carranza fueron la personalización de aquel mentado pueblo, una mezcla de campesinos, obreros y militares.
El viejo partido convirtió esa palabra de significado abstracto y genérico en una palabra sagrada. Así, con el avance del siglo XX, pasó de ser identificada con campesinos y obreros a convertirse en una masa amorfa que solo servía para justificar las decisiones del régimen. Esa masa tenía una sola voz y voluntad, la del presidente que encarnaba todas la sabiduría y virtudes de lo que hoy el régimen denomina pueblo bueno y que utiliza hábilmente para invisibilizar los problemas sociales y económicos por los que atravesamos ahora que, según el gobierno, ya casi no hay mexicanos pobres, pero si somos pobres mexicanos. Hoy como ayer, la invocación del pueblo es el oportunismo del gobernante.
De aquel demagogo siniestro, Echeverría, no olvido sus largos discursos que duraban horas, la verborrea que padecía era una medicina obligatoria para todos. Invocaba al pueblo para todo, como hoy lo hace la presidenta o el gobernador. No fue López quien inventó aquello de “el pueblo manda, el pueblo pone y el pueblo quita”. No fue López quien, originalmente, convirtió al pueblo en esa masa hegemónica y llena de virtudes y a sus críticos en contrarrevolucionarios, conservadores o fifís.
Sí el pueblo es la razón de lo que hacen nuestros gobernantes, ¿De qué nos preocupamos? No seamos envidiosos, el hecho de que el gobernador tenga a su disposición una lujosa camioneta en CDMX con un valor superior a los 2.5 millones no es otra cosa que el espacio sereno que necesita para pensar en nosotros, la tranquilidad que le da el contacto con los asientos de fina piel, el techo panorámico, su cálida iluminación interior y envolvente sonido para planear las futuras políticas de gobierno que su amado pueblo necesita.
El pueblo, o sea nosotros, somos la razón de que Andy López Beltrán se dé unas vacaciones de lujo por Japón después de sus extenuantes jornadas de trabajo al frente del partido propiedad de su papá. O que Ricardo Monreal vaya a hospedarse al hotel de mayor lujo en Madrid porque no quiere arriesgarse a viajar a los Estados Unidos, no vaya a ser que su trabajo por el pueblo de México le haya llevado a cometer algunos pecadillos a favor del crimen organizado.
Nosotros, el pueblo, vimos como el gobierno estatal se gastó más de $160 millones de pesos en la Guelaguetza y, para que todos estuviéramos contentos pagó $24 millones solo para rentar bocinas y luces al auditorio. También, por supuesto, pensando en el bienestar de todos los oaxaqueños, mandaron a hacer unos horribles monos para colocar en el andador turístico y el zócalo. Seguro que sí, gracias a ese millonario gasto algún oaxaqueño salió de la pobreza.
En nuestro nombre, la cúpula del poder se involucra con el crimen organizado. No vayan a creer que Adán Augusto, egoístamente solo pensó en él, o que la diputada dato protegido y su señor esposo tiene un carísimo guardarropa por otro motivo que no sea el beneficio del país. O que AMLO arrasó con el poder judicial para llevar a los pueblos indígenas y los pobres al supremo Poder Judicial a través de un pequeño títere que solo velará por la eternización de su movimiento en el poder. No, no saquemos consecuencias anticipadas.
El pueblo de Echeverría y el pueblo de la 4T son espejos retóricos que reflejan más la necesidad del gobernante de legitimarse que la diversidad real de la sociedad mexicana. En ambos casos, el pueblo es invocado, pero rara vez escuchado. El riesgo es el mismo: cuando un gobernante dice ser la voz del pueblo, la democracia se convierte en un monólogo.
Al final, la búsqueda del poder eterno invocando al pueblo, tendrá un límite. Y ese límite será la economía. Estamos mal, se invoca al pueblo, pero no se invierte en ciudades y carreteras. Se crean más dádivas, pero se entorpece la generación de riqueza. La gente ya los señala en redes por anular a la sociedad civil, evadir responsabilidades, estigmatizar, dividir y acabar con la incipiente democracia mexicana… en el nombre del pueblo.
nestoryuri@yahoo.com
