Néstor Y. Sánchez Islas
Andrés Manuel López Obrador introdujo en México la figura de la revocación de mandato como una supuesta figura de democracia directa, una oportunidad para que los ciudadanos pudieran decidir si el presidente en funciones debía continuar o ser destituido antes de concluir su periodo.
Sin embargo, la experiencia de 2022 demostró que, en manos del gobierno de AMLO, esta figura se convirtió en un instrumento de control político disfrazado de participación ciudadana. Lo que debería ser un mecanismo de rendición de cuentas se transformó en un acto de legitimación para un régimen que controla todas las instituciones del Estado.
La teoría de la revocación es SIMPLE: si un presidente incumple o pierde la confianza de la población, puede ser removido de su cargo. En la realidad, su eficacia depende de la independencia de las instituciones que la aplican, de la pluralidad de los medios de comunicación y del equilibrio de los poderes. Ninguna de estas condiciones existe hoy en México.
El proceso de revocación de 2022 puso de relieve estas distorsiones. La consulta enfrentó una participación mínima, mientras el gobierno desplegaba recursos públicos, comunicación oficial y movilización de simpatizantes para asegurar un resultado favorable, la oposición, dispersa y sin acceso a medios ni recursos equivalentes, quedó marginada.
La “consulta democrática” se volvió así una farsa: un mecanismo diseñado no para medir la voluntad ciudadana, sino para reforzar la narrativa oficial de un presidente popular e indispensable.
La retórica oficial ha sido igualmente preocupante. Presentar la revocación de mandato como expresión de la “voluntad del pueblo” implica reducir la política a una dicotomía: apoyar al presidente o ser etiquetado como enemigo del pueblo, conservador y neoliberal.
El fenómeno mexicano no es único. Regímenes populistas de distintos países han usado mecanismos de “democracia directa” para consolidar su poder.
En América Latina, plebiscitos y referendos se han convertido en herramientas para legitimar decisiones del Ejecutivo y desactivar la oposición. La clave está en el control del aparato estatal y la capacidad de influir en la opinión pública: quien controla los medios, los recursos y la logística electoral puede prácticamente garantizar cualquier resultado.
El problema estructural es evidente: la revocación de mandato solo funciona como verdadera herramienta democrática cuando las instituciones que regulan su aplicación son autónomas.
En México, la concentración de poder en manos del Ejecutivo y su partido ha convertido este mecanismo en un instrumento de manipulación y legitimación. El INE y el TRIFE son hoy meros instrumentos al servicio del ejecutivo.
La historia enseña que la participación ciudadana no puede sostenerse en un sistema donde las instituciones clave están subordinadas.
México necesita órganos autónomos, medios independientes y contrapesos efectivos que garanticen que la democracia no dependa del carisma de un líder. Sin esto, figuras como la revocación de mandato sirven más para reforzar la autoridad de quien gobierna que para ofrecer mecanismos reales de rendición de cuentas.
Hoy, la revocación de mandato en México es más ritual que herramienta. Su existencia no ha alterado la concentración del poder; por el contrario, ha normalizado la dependencia política de los ciudadanos y ha reforzado la narrativa de un presidente emérito intocable y una presidenta sometida a sus órdenes.
Mientras las instituciones democráticas siguen debilitándose, la única voz que permanece libre es la de la prensa independiente, cuya resistencia se vuelve crucial para mantener un mínimo de equilibrio y vigilancia sobre quienes detentan el poder.
En conclusión, la revocación de mandato, lejos de ser una conquista ciudadana, se ha convertido en un símbolo de la fragilidad institucional mexicana. No es la democracia directa lo que peligra, sino la capacidad de los ciudadanos de influir en decisiones políticas cuando el poder se centraliza y los contrapesos desaparecen.
México enfrenta hoy un dilema: continuar legitimando un gobierno absoluto bajo la ilusión de participación o reconstruir instituciones que permitan que la democracia funcione de verdad, más allá del teatro de las consultas y los plebiscitos.
Aplicada la revocación al ámbito de lo local es simplemente repetir los vicios de lo que hizo AMLO durante su gobierno. El gobernador Jara tiene el control absoluto de las instituciones locales, el control de muchas plumas y portales digitales y, lo principal, el control del dinero.
Con estos controles, una revocación será solo una farsa que terminará por provocar el efecto contrario. En lugar de que el gobernador rinda cuentas, terminará alzándose como triunfador y artificialmente fortalecido.
