Gibrán Ramírez Reyes
El tiempo de la gran mortandad es, consecuentemente, el tiempo de la gran orfandad. De no haber un cambio dramático de tendencias, en poco más de un par de años México será un país de más de un millón de muertos y desaparecidos recientes, de la pandemia y las violencias que arrastramos de los lustros anteriores.
Este país de muertos heredará a los vivos a sus huérfanos; al igual que con los datos de la deserción escolar, no sabemos hasta ahora cuántos son, con quién viven, cómo están.
El dato más escandaloso que ha trascendido a los medios es el de la calculadora de orfandad del Imperial College, que indica que el día de hoy son 195 mil niños que han perdido a su cuidador principal y más de 281 mil que han perdido a un cuidador principal o secundario.
La cifra es problemática porque utiliza las muertes reportadas por covid-19, no el exceso de mortalidad durante la pandemia, una cifra oficial de la Secretaría de Salud que registra más del doble de muertes que la utilizada para el cálculo.
Además de eso, desde luego, habrá que sumar a los pequeños huérfanos de todo tipo: por desapariciones, homicidio doloso, feminicidio. La dimensión del problema es descomunal y no está claro que sea atendido —quizá solo el gobierno de Ciudad de México ha anunciado el otorgamiento de becas Leona Vicario para un pequeño porcentaje de esta población.
Caminamos en oscuridad al futuro porque la niñez no es un tema taquillero para nadie, salvo que se use de arma arrojadiza contra adversarios políticos.
El panorama es dramático y desconcierta el silencio al respecto —que se deriva, quizá, de que los infantes no son un sujeto político, no votan, no importan al poder.
Partimos de la base de una infancia que, en un 51 por ciento de los casos, vive en pobreza, que concentra además 5.4 millones de abusos sexuales cada año, la cifra más alta que registra la OCDE, en cuyas estadísticas también somos punteros en maltrato. Igual que la muerte ocasionada por la pandemia —e igual que en casi todos los problemas— la orfandad y la deserción escolar se ensañarán con los infantes pobres, que por el conjunto de condiciones tendrán que hacer frente a una plétora de problemas y vulnerabilidades registradas por las ciencias sociales: económicas, de acceso a la educación y a la salud, de angustia y otros problemas de salud mental, de mayor incidencia de abuso sexual y embarazo adolescente, de problemas de socialización, de desarrollo de capacidades para el trabajo.
El obstáculo no es pequeño ni sencillo, eso ya lo sabemos, pero deberíamos poder dimensionarlo. Podría hacerse una primera aproximación con métodos indirectos de estimación, pero construir un registro nacional de huérfanos sería imprescindible para al menos comenzar con la deliberación pública de lo que debe hacer nuestra sociedad con sus infantes, además de la obviedad de ofrecerles becas que quizá no combatan ninguna de las vulnerabilidades a que están y estarán expuestos.
Asumir la gran orfandad para priorizar la agenda de las infancias que cargarán al país en el proceso de envejecimiento de la población es la única vía para generar una agenda ya no de ambición transformadora, sino un freno a la barbarie.
*Doctor en ciencia política por la UNAM.