Gibrán Ramírez Reyes*
Recientemente, la FIL de Guadalajara fue denostada desde el poder presidencial por reivindicar la libertad intelectual frente al poder y por la exigencia del público universitario, a una legisladora, de argumentos más sofisticados que las consignas que desde el gobierno se recetan cada mañana.
Pero la universidad pública no ha sido atacada solamente en el discurso, sino que también su figura se ha denostado en los hechos.
Así lo indica, por ejemplo, la pretendida construcción de 145 universidades que no son tales, las cuales (según el informe presidencial) cuentan con un total de mil 168 profesores, lo que significa una media estadística de ocho profesores por “universidad”, quienes no tienen plazas, sino convenios que les privan de cualquier certidumbre laboral.
Según lo ha dicho la directora de este sistema, los profesores no se consideran trabajadores, sino beneficiarios de un programa social. Aunque cada “universidad” ofreciera únicamente una licenciatura, tendría un profesor precarizado para impartir todas las asignaturas correspondientes a un curso.
La condición necesaria para la degradación de la idea de universidad y de la dignidad de los docentes en las llamadas Universidades Para el Bienestar que ofrecen educación deficiente para los más pobres es la subordinación orgánica al gobierno y su inseguridad presupuestal, es decir, la falta de autonomía.
La autonomía universitaria tiene varios enemigos declarados: el mayor, como de toda la educación pública, son los gobiernos que regatean recursos, que pretenden que las universidades se rasquen con sus propias uñas en nombre de la austeridad, lo que es directamente una afrenta contra la gratuidad y el derecho a la educación y que, además, empata con la agenda privatizadora impulsada por organismos internacionales que pretenden que estas sean autosuficientes mediante la subordinación de sus agendas de investigación y educativas al mercado.
Dichos gobiernos suelen encontrar una justificación en cúpulas que utilizan la autonomía para violar la Constitución o al menos para reducir al mínimo la gratuidad establecida en ella para toda la educación que imparta el Estado, mientras mantienen privilegios para unos pocos.
Si las universidades públicas no cumplen con su principal responsabilidad social, la docencia, se abre el espacio para que actores políticos intervengan en ellas argumentando la defensa del interés público.
Además de dichas élites políticas universitarias, hay un enorme peso estructural que los sindicatos anquilosados y privilegiados ejercen sobre los presupuestos y el patrimonio universitarios.
Pero hay amenazas a la autonomía también en las limitaciones de la libertad intelectual en el sistema de reconocimiento propiciado por programas de estímulos que premian económicamente la pertenencia a comunidades epistémicas dominantes y que predisponen a los trabajadores intelectuales a participar de ciertos métodos, puntos de vista y publicaciones.
Y contaminan igualmente la libertad de investigación los entramados empresariales que la privatizan por medio de la seducción de investigadores ya financiados con recursos públicos, algo que es usual que haga por debajo de la mesa la industria farmacéutica o, por encima de ella (financiando investigación), la industria de la construcción.
Defender la idea de universidad y las universidades públicas ante los poderes pasa antes por la autocrítica que por el autoelogio.
*Doctor en ciencia política por la UNAM.
@gibranrr