Diego Enrique Osorno*
Hace unas semanas conocí a César Gaxiola, ilustre habitante de Culiacán conocido como Don Cachito, quien durante décadas deambuló por las calles de la ciudad vendiendo billetes de lotería.
La reportera del semanario “Ríodoce”, Azucena Manjarrez, lo visitó en su casa, donde problemas de ceguera y sordera lo mantienen en reposo. Vestido con un impecable pantalón amarillo y camisa roja, relató ciertos problemas que ha padecido con las autoridades locales.
Tengo alrededor de veinte años de haber visitado Culiacán por primera vez, pero supe de Don Cachito hace no mucho tiempo, tras la lectura de un libro poco conocido de Javier Valdez, uno de los mejores periodistas sinaloenses que han existido y a quien tuve la suerte de conocer antes de que fuera asesinado.
“De azoteas y olvidos” reúne alrededor de setenta “crónicas del asfalto” escritas por Javier entre 1991 y 2005. Don Cacho es uno de los personajes retratados, junto con otras mujeres y hombres de la vida cotidiana culichi, así como también espacios y zonas como el bar “El Cactus”, la avenida Obregón, cafetería “El Tabachín”, los churros de Don Churrero y el restaurante “El Guayabo”, quizá el túnel del tiempo preferido del autor.
La Culiacán que Javier desvela en su libro está más allá del manto y la estigma del narco. Se trata de una ciudad que, como cualquier otra de su proporción, enfrenta contradicciones sociales que producen fenómenos y figuras culturales peculiares. Sus viñetas narrativas registran la tragedia urbana y a quienes la resisten, la asimilan o, simplemente, quedaron sometidos e incluso cautivados por ella.
Después de haber publicado “De azoteas y olvidos” en 2006, Javier debió alterar esta prosa casi poética para atender con otro enfoque la nueva y apabullante realidad que impuso en su ciudad —y en otros lugares del país— la llamada guerra del narco inventada por Felipe Calderón para legitimarse y congraciarse con el gobierno de EU. Por eso es que sus libros siguientes se titulan “Malayerba”, “Miss Narco”, “Los morros del narco”, “Levantones”, “Con una granada en la boca”, “Huérfanos del narco”… Son libros que presagian todo lo que está pasando hoy en Culiacán.
Absolutamente todo.
Javier no se callaba ante lo que veía y oía en las calles de su ciudad. No era un cronista de la guerra del narco. O no solo eso. Era un cronista que, porque la conocía profundamente, amaba y odiaba a la ciudad en la que nació y en la que murió a causa de no ser indiferente jamás ante la realidad a su alrededor.
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Comparto crónica de la página 18 de De azoteas y olvidos, escrita por Javier Valdez:
Ver amanecer
Un día de diciembre y a sus cinco años se levantó temprano y a oscuras. Me dijo: “Quiero ver amanecer”.
Y empezó viendo copeches en el cielo, que luego su mamá le describía como estrellas, y oyendo los gallos cantar: eran las cinco y media de la mañana, en medio de la oscuridad, el frío y un viento calador.
Varias madrugadas cumplió con el ritual que al segundo evento tuvo que ser acompañado por una taza de café, sillas y suéteres para cada uno, en un techo estrellado.
“Quiero ver amanecer”, me dijo casi al oído la vocecita de Tania, pero ya no se conformaría con el oscuro panorama y los copeches y la música de los gallitos que la urbanidad ha olvidado.
En pos del sol, con cachuchas, suéter y pantalones deportivos, agarramos camino, con dirección desconocida, pero al malecón nuevo, a los páramos de esta ciudad que no se olvida de las antenas en los techos ni de los postes ni de los cables surcando cualquier intento de horizonte.
Ahí en el astabandera nos alcanzó un haz de luz de un sol que apenas coqueteaba con las estrellas desmañanadas.
Pero no era suficiente: no había un lugar para divisar donde se juntan el cielo con la tierra, con las montañas y los montes. Un punto lejano. Luego, el nuevo puente peatonal que une la Isla de Orabá con el andador del malecón, donde la vista viaja entre las ramas de los ancestrales árboles del lugar.
El día en la ciudad empezaba. Los trotadores y caminantes del malecón, armados con guantes y todo, saludaban afables a los invasores, en los claroscuros y vendavales de invierno.
Optamos por trepar el puente Juan de Dios Bátiz y terminamos recargados en el barandal oriente, en espera del astro rey. Ahí, entre antenas, cables y edificios enanos, y al fondo dos cerros, podría verse el sol, su primera mirada sobre la ciudad.
Y así fue: sus primeros rayos agradaron, pero después encandilaron, hasta iluminar inexorablemente la faz de Culiacán. Tania y yo tuvimos el privilegio de ver amanecer y todavía me endulza el oído su vocecita, lo mismo que los rayos de un sol de diciembre que ya empieza a irse.
(Diciembre de 1999).
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Durante los días recientes que pasé en Culiacán visité El Guayabo con Ismael Bojórquez, amigo, colega, socio y una especie de hermano mayor de Javier. Caminamos hacia ahí desde su oficina en “Ríodoce”, donde me regaló un ejemplar de “El Bato”, libro homenaje en el que sesenta periodistas, activistas, escritores y fauna variopinta escribimos textos en memoria de un gran reportero, que además era una persona con la virtud de forjar amistades a primera vista.
Plena temporada navideña, no nos imaginábamos que iba a ocurrir lo que sucedió este arranque de 2023. Tampoco creo que pasara por la mente de otros culichis que conocí, como La Chinita, masajista de la plazuela Obregón, o de alguno de los comensales de la carreta de Don Robert, ni tampoco entre los comerciantes del mercado Garmendia…
Sin embargo, lo que sí se sentía clarito era la transformación de Culiacán en estos años. Su típico paisaje urbano fue mutando en un paisaje inquietante que, ya lo hemos constatado un par de jueves negros, puede volverse un abierto paisaje de guerra.
Pese a todo, tengo la sensación de que Culiacán buscará resistir a las agendas corporativas de los negocios y el cálculo político para tratar de seguir siendo un lugar en el que cualquier padre pueda llevar una mañana a su hija pequeña a ver amaneceres, como alguna vez lo hizo Javier Valdez.
*Escritor y periodista
@DiegoEOsorno