Néstor Y. Sánchez Islas
En México, la ingratitud no es solo un defecto moral: se ha vuelto una práctica institucionalizada. Y uno de sus rostros más visibles habita en la burocracia sindicalizada, ese aparato que opera cobijado por plazas blindadas, prestaciones garantizadas y un salario seguro que no depende de resultados. Desde esa zona de confort, sus líderes —y buena parte de su base— ejercen un poder que termina por castigar a la ciudadanía, la misma ciudadanía que, con sus impuestos, sostiene los sueldos de quienes deberían servirla.
La escena se repite con puntualidad desesperante: bloqueos, paros “indefinidos”, cierres de oficinas, suspensión de trámites esenciales, marchas que colapsan avenidas completas o carreteras federales, mientras millones de trabajadores informales, comerciantes y empleados sin seguridad laboral cuentan las horas y calculan pérdidas. Cada día de obstaculización significa ventas que no regresan, citas que no se concretan, mercancía que no llega, oportunidades canceladas. Para quien vive al día, el tiempo no es consigna: es supervivencia.
Lo más hiriente no es el caos en sí, sino la lógica que lo sostiene. La burocracia sindicalizada actúa como si el país le debiera todo y ella no debiera nada. Aun cuando sus beneficios están asegurados —sueldos, aguinaldos, bonos, días libres, jubilaciones— la protesta se ha convertido en chantaje garantizado: cualquier inconformidad se traduce en paralizar la vida de terceros, sin consecuencias legales, laborales ni éticas. Esa es la verdadera ingratitud: un olvido conveniente del origen de sus privilegios y de la responsabilidad pública que deberían honrar.
Mientras tanto, el ciudadano común no tiene sindicato ni plaza base. Si no trabaja, no cobra. Si no abre su negocio, no come. No tiene la posibilidad —ni el cinismo— de bloquear una avenida para exigir mejores condiciones. Vive bajo la ley más antigua: o produce o se hunde. Y aun así, es él quien termina cargando los costos de los paros burocráticos: el que pierde tiempo, dinero y horas de trabajo. Es él quien termina siendo rehén de una élite laboral que se apropió del discurso de la justicia social, pero opera bajo la ley del privilegio perpetuo.
La ingratitud, en este caso, no es solo falta de reconocimiento: es abuso de posición. Es la negación del servicio público como vocación y su sustitución por el interés gremial como prioridad suprema. Allí donde el sindicalismo debería defender derechos sin atropellar a terceros, ha surgido una maquinaria que, amparada en la impunidad, desgasta al Estado y desprecia al ciudadano.
La gratitud, si existiera en su cultura interna, implicaría otra cosa: entender que trabajar para el Estado es trabajar para la gente. Pero eso exigiría recordar un principio básico que hoy parece olvidado: la función pública es un servicio, no un botín.
El país necesita sindicatos, sí. Pero necesita, con mayor urgencia, que dejen de comportarse como si México existiera para ellos. Porque mientras la burocracia siga mirándose el ombligo y la ciudadanía siga pagando el costo, la ingratitud será política de Estado, y el ciudadano de a pie, su víctima cotidiana.
El desfile de malagradecidos colapsó nuestra precaria economía. Somos un estado pobre en el que se promueve la pobreza a través de una economía entre lo sindical y lo comunal, como si viviéramos en el medievo, aunque ahora los señores feudales no son los condes o duques sino los líderes sindicales y los políticos que les deben el puesto a ellos.
Ingratos e insensibles, el magisterio, los empleados de salud y los de la UABJO colapsaron alegremente toda actividad. Viven para ellos y por ellos, el mundo gira solo para mantenerlos con todos sus privilegios. No son clase trabajadora, la burocracia nunca lo ha sidoporque su función, estatus y acceso a los privilegios hacen que actúen diferente a un campesino u obrero. Más bien, el burócrata solo quiere que las cosas se mantengan como están en su beneficio. No trabajan para sobrevivir porque su quincena y prestaciones, laboren o no, la tienen garantizada.
La misma seguridad laboral de la que disfrutan los aleja definitivamente de las clases trabajadoras, por tanto, su discurso ramplón no es del proletariado sino más bien de una cómoda clase media que pelea por tener privilegios eternos a costa de los contribuyentes.
Un trabajador siempre está vulnerable ante las condiciones económicas, un burócrata puede ver pasar la vida en la comodidad de su oficina. Esta situación los coloca de inmediato del lado del poder y no de los trabajadores.
Estos malagradecidos no enfrentan la precariedad, pero disfrutan haciendo que los demás estemos al borde de ella. Los profesores son hoy privilegiados y totalmente ajenos a la realidad de quienes luchan por mandar a sus hijos a la escuela. Son malagradecidos y saboteadores.
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