Gibrán Ramírez Reyes*
Quizá el principal obstáculo para el avance de la cultura democrática son las oligarquías de los partidos políticos, los sectores que se han enseñoreado de sus dirigencias utilizando el control de padrones de afiliados y del dinero. Difícilmente, Mario Delgado, Alejandro Moreno y Marko Cortés podrían sostener un debate doctrinario o ideológico.
Más allá de juicios políticos sobre cualquiera de ellos, cabe destacar la profunda distancia intelectual (y yo diría que también moral) entre Marko Cortés y otros ex presidentes del PAN como Gómez Morín, Adolfo Christlieb Ibarrola, González Morfín, Carlos Castillo Peraza y Germán Martínez.
Es un hecho que importa y vale la pena preguntarse por sus causas. Lo mismo puede decirse, desde luego, sobre el actual presidente del PRI y otros que lo precedieron y de Mario Delgado en comparación con dirigentes históricos de los partidos de izquierda, ya sea la socialista o la que vino de la corriente democrática del PRI.
¿Qué punto de comparación podría haber entre Alejandro Moreno y Santiago Oñate?, ¿cuál hay entre Mario Delgado y Cuauhtémoc Cárdenas? No idealizo de ninguna manera el pasado, sólo testifico un hecho: la mediocridad intelectual —y el desprecio a las ideas— se han apoderado del sistema de partidos.
Con ellos, la pereza para pensar complejamente los problemas (apenas se concibe la realidad en términos de guerras de eslóganes), y la lejanía de las dirigencias de los partidos con los trabajadores intelectuales del país son signos característicos de la época.
Muy pocos debates podrían tenerse seriamente entre quienes dirigen los partidos sobre el rumbo y la historia de la república. En cambio, son operadores financieros que saben conseguir y gestionar recursos para campañas, aptos para manejar y controlar por sí mismos o por terceros información de padrones de afiliados a sus partidos que les permiten conseguir el triunfo en los órganos estatutarios y, después, competir electoralmente.
Se trata, en algún sentido, de gerentes de empresas electorales —o partidos-empresa, como suelen llamarles algunos politólogos. En los partidos-empresa, valen los grupos corporativos que se venden al mejor postor, a veces con lealtades ideológicas y personales, a veces sin ellas, vale la capacidad de movilización y los aparatos de mercadotecnia.
Se trata de una cara máquina que se aceita siempre con dinero y que, para seguir funcionando, requiere un manejo político de presupuestos de los partidos y del erario. En esta modalidad, propia del neoliberalismo y quizá iniciada en México con toda su fuerza por Carlos Hank González, todo se compra: las ideas, los lemas, los discursos.
La tendencia ha sido ahora reforzada por Morena y el anti-intelectualismo del presidente. Mucho se presume que es más importante el territorio que el escritorio, pero la verdad es que eso es solo un lema. Primero, porque del territorio han importado más los grupos de poder para entregar el partido en concesión, que la sensibilidad ante los problemas de la gente; segundo, porque sirve muy poco conocer el territorio si no se tienen herramientas para pensar los problemas y sus posibles soluciones.
Del mismo modo que decía Reyes Heroles sobre la teoría y la práctica, escritorio sin territorio puede ser esterilidad; territorio sin escritorio, barbarie. Una reforma política podría contemplar varias atenuantes para esta herencia del neoliberalismo. Ninguna de ellas es admitida en la discusión.
*Doctor en ciencia política por la UNAM.
Twitter: @gibranrr