Gibrán Ramírez Reyes*
Dedico mi texto de fin de año a mis vivas y a mis muertas, a todas las personas huamelultecas, pero en especial a Rodolfo, mi papá, a mi abue Epi, abue Chela y nuestra ancestría, con amor.
En la Relación del Obispado de Antequera de 1570, según la estimación a la que se recurra a partir de los datos, se registra la existencia de dos grandes ciudades, varios pueblos medianos y tres etnias principales en el sur de Oaxaca: zapotecos, mixtecos y chontales.
Solo los chontales fuimos borrados de la Historia. Para empezar, se nos despojó del nombre que en nuestra lengua dimos a nuestras tierras y nuestras aguas (ríos, lagunas y playas del mar pacífico), a nuestro pueblo, y se nos impuso a cambio el nombre náhuatl de extranjeros (chontalli), aunque habitáramos dichas tierras y aguas desde aproximadamente el año 400 de esta era. Chontales de la chontalpa, extranjeros de su tierra extranjera, fuera del mundo.
Cuando nació mi padre, nuestro pueblo ya había sido despojado de memoria. Vivían en la pobreza y no estaban conectados por la carretera con México. Tenían rutas comerciales que se hacían a pie y en burros. La única forma de llegar a Salina Cruz, la ciudad más cercana, era transitar más de seis horas por una sinuosísima vereda dentro de la caja de una camioneta de redilas.
Nadie supo de los tiempos buenos de Huamelula, de cuando el púrpura de sus caracoles y rojo de su grana tiñeron las telas para el virreinato y el viejo mundo, ni de la riqueza que resistió la violencia evangelizadora, el peso de los tributos y el genocidio, las penas por herejía y hechicería, los asaltos de Francis Drake y otros corsarios.
Pocos huamelultecos conocen algo de esta historia (y el que más es Jaime Zárate Escamilla). Después de todo eso, y también después de haber organizado rebeliones, litigado ante la corona, hacia el fin de la colonia, todavía nuestro pueblo era reputado como rico.
Hay un interesante documento de 1777 llamado “Yndize comprensibo de todos los Goviernos, Corregimientos y Alcaldías Mayores que contiene la Governación del Virreynato de México, sus anexas Audiencias, y Frutos que produce cada País”. El documento hace, básicamente, una clasificación de las alcaldías según sus riquezas, y discierne entre entidades de primera o de segunda.
Por la lectura que de ese documento hizo Isabel Gutiérrez del Arroyo, sabemos que, entre los empleos de primera clase, Guamelula –es decir, mi pueblo, el pueblo de mi padre, la capital de la llamada chontalpa de la costa, el lugar de la gente que habla latyaygí (lengua, palabra)— es uno de los más codiciados: “el comercio lo tiene el alcalde mayor en algodón y sus tejidos, en abundante grana, toda suerte de granos, y en los repartimientos que hace; tiene agregado a Huatulco, que le rinde su pensión anual, y así este empleo, por tanto ingreso como tiene, está reputado por uno de los mejores” del virreinato.
El de Valladolid, Michoacán, reporta Gutiérrez del Arroyo, rinde “muy grandes utilidades” y hay otros que, definitivamente, no valen la pena.
Por alguna razón, Valladolid y Morelia tuvieron una continuidad en su reputación, mientras los hablantes de Latyaygí fueron aislados, apartados, despojados, ahora ya no por la corona, sino por el gobierno mexicano, incapaz de dedicarles una arqueología igual o similar que a los mixtecos y zapotecos. ¿Por qué? Después de resistir más de mil años, Latyaygí desaparecerá como lengua viva durante lo que me resta de vida.
*Doctor en Ciencia Política por la UNAM.
@gibranrr