Gibrán Ramírez Reyes*
Andrés Manuel López Obrador ha impuesto con calzador el apelativo de “conservadores” a todos sus adversarios políticos y ha cometido desaciertos de historia intelectual bastante bochornosos como encuadrar a Enrique Krauze y Lucas Alamán en la misma tradición del pensamiento, cuando son lo opuesto.
Mientras Krauze se desvivió por la ilusión de la democracia sin adjetivos, —y otros nos desvivimos en la de la necesidad de una supuesta cuarta transformación— pura ilusión, Alamán proponía partir de las costumbres, del terreno, de las formas reales de ser.
El pensamiento conservador, en realidad, perdió potencia en la escena de los debates políticos con el régimen de la post revolución y, con ello, perdió peso el realismo político y desapareció una infinidad de debates que podrían ser provechosos para el país.
Un pensamiento realista potente podría, por ejemplo, contar la historia del país haciendo hincapié en las pacificaciones, haciendo ver que importa, sí, el proceso comúnmente llamado La Conquista, pero importa igual o más informarse sobre los momentos de orden y paz alcanzados durante el virreinato o las dinámicas políticas que lo permitieron.
Sucedería lo mismo con la historia de los siglos XIX y XX: se valoraría en función de la realidad material, antes de sucumbir a la ilusión de un horizonte tan predestinado como inalcanzable.
Quizá desde las reformas borbónicas, nuestro país ha jugado a las aspiraciones institucionales mientras organiza su vida cotidiana de maneras muy diferentes e inapropiadas para las miradas normativas elegidas —las cuales después, por eso mismo, niega. Se puede salir de eso: Fernando Escalante lo hizo en “Ciudadanos imaginarios”.
Un pensamiento realista podría también pensar cualquier proyecto de nación partiendo de lo que el país es, no de aquello a que se supone que debe aspirar. Al gobierno le gusta hablar de una cuarta transformación que se supone que se realizará y a la oposición de un curso modernizador que se supone que hay que retomar. Unos destruyen ciertas instituciones y otros defienden no tocarlas.
La idea más radical de reformismo sería otra: compenetrar a nuestra realidad con las leyes. Todos los partidos grandes, hoy, funcionan con una mayoría de dinero privado que suele circular en efectivo, en todos se han vendido candidaturas, y el financiamiento público lo privatizan utilizando consultoras como intermediarios.
Lo sabemos todos los que hemos conocido de cerca las tripas y las entrañas de los partidos, pero nadie estaría dispuesto a aceptarlo públicamente por sus implicaciones penales para los que lo hacen y los que lo decimos públicamente como hice ayer con Alazraki somos tomados por traidores.
Por otra parte, decir la verdad sobre uno implica siempre dar ventajas políticas al otro. Por eso, todos juegan a simular la ley electoral y a que no los cachen y las autoridades juegan a regular ese juego. Los medios de comunicación juegan a la indignación selectiva.
Pero sería extremamente disruptivo admitir públicamente ese hecho y decidir cómo hacemos para regularlo de modo que eso traiga las menores consecuencias negativas posibles para el pueblo de México. Elegimos hacer de cuenta que el financiamiento es mayoritariamente público, que la ley más o menos se cumple.
Y lo mismo sucede con cada aspecto concerniente a los problemas de México, donde juzgamos desde las ilusiones y jugamos a futuros ilusos mientras acudimos al reproche moral del adversario y renunciamos a pensar.
*Doctor en ciencia política por la UNAM.
@gibranrr