Néstor Y. Sánchez Islas
En el panteón cívico nacional no existe un héroe más héroe que don Benito Juárez. Tanto sus seguidores como sus críticos reconocen en él a un hombre político, culto y muy inteligente.
Cada 21 de marzo, miembros de la clase política hacen acto de constricción, se vuelven juaristas y nos llenan de palabrería hueca y zalamera por alguien a quien desconocen profundamente, como la mayoría de los mexicanos que solo conocen de él el mito iniciado por Porfirio Díaz, quien enfatizó el origen étnico del patricio, pero con fines políticos.
La vida y obra de Don Benito Juárez no es un mito, está al alcance de quien quiera conocerla más allá de las lisonjas de la historia de bronce de los libros de texto de 4º año de primaria.
Su carrera inició en Oaxaca, ciudad a la que llegó en la pobreza y la incomunicación al hablar solo el zapoteco. No quiso ser sacerdote, se hizo abogado y construyó su historia ocupando todo clase de cargos públicos hasta llegar a ocupar la gubernatura a mediados del siglo XIX. De aquí brincó a la política nacional arropado por el semillero de intelectuales y liberales oaxaqueños.
Fue un hombre muy culto; políglota, hablaba cinco lenguas: zapoteco, español, inglés, francés y latín. Estudió a profundidad el sistema jurídico de la época colonial y el republicano resultante de la Constitución de 1824. Gracias a ello pudo entender desde muy joven que México, como país, no existía, que necesitaba construirse un auténtico país. Su apego al Estado de Derecho lo llevó a preferir las leyes y decretos por encima de los fusiles y cañones, aunque su circunstancia lo hizo vivir dos guerras fratricidas. Antes de él México no era una soberanía, era una unidad de regiones más o menos autónomas que carecían del sentido de la nacionalidad.
No fue un santo como el mito quiere hacernos creer. Usó por años su levita negra como símbolo de respeto y austeridad. Aunque su origen fue indígena no insistía en ello, más bien tuvo que sobreponerse a un sociedad racista y excluyente. Su habilidad política fue fruto de su profunda cultura, su amor por el derecho y la historia. Su origen indígena, sus carencias propias de las condiciones en que vivió hasta su adolescencia le proporcionaron las bases para convertirse en un hombre maduro y sensato, muy firme y en ocasiones en un radical intransigente.
Su obsesión fue construir un país, como lo fue de los liberales de la generación del 57. Sabía que, en ese momento y circunstancia, el gran problema de México era una poderosa corporación: el clero, al que enfrentó, pero no se convirtió en contrario de su propia religión, la católica, ni muchos menos en un “come curas”, como si lo fueron otros liberales. Nuestro país fue un Estado confesional desde la Colonia hasta las Leyes de Reforma. La participación de la Iglesia como parte del Estado formó parte de la Constitución de 1824.
Luchó contra la estructuras heredades de la Colonia, por ello su oposición a los conservadores, a quienes nunca consideró traidores a la patria, pero si un lastreen la modernización del país. A su vez, los conservadores temían que los liberales entregaran a México a manos de los norteamericanos, masones y cristianos y nada católicos y, en congruencia defendieron sus propios ideales y religión.
Juárez quiso construir una estructura política basada en leyes. Su obsesión siempre fue el Estado de Derecho y el cumplimiento de la ley en igualdad de condiciones. Esta necesidad de igualdad lo llevó a combatir los fueros, tanto eclesiásticos como militares que regían en un país profundamente desigual. Se esmeró, aunque no lo logró en construir también una estructura fiscal que pudiera recaudar los necesarios impuestos que le gobierno necesitaba. A partir de la Independencia México empezó a contratar deuda, problema que seguimos cargando en la actualidad. Los conservadores querían traer capitales extranjeros e industrializar al país. Los liberales decían que aquí había riqueza, pero que no circulaba por considerarse de manos muertas. La Iglesia era la propietaria de casi toda y esto le daba un enorme poder. Juárez pudo verlo con claridad, la Iglesia era el gran problema en ese momento.
Cumpliendo con un ritual creado por los viejos priistas, el presidente volvió a Guelatao este 21 de marzo. Se dirigió al país y, como era de esperarse, acomodó sus palabras para compararse con el prócer. Presume el presidente saber de historia. Si así fuera, sabría que por sus acciones el Benemérito lo calificaría como conservador, destructor de instituciones, demoledor del Estado de Derecho, conflictivo, mentiroso y falto de sensatez.
Benito Juárez cometió errores, tuvo excesos autoritarios y quizá rasgos maquiavélicos algunas veces, pero es un hecho que el país que dejó después de su muerte fue mejor que el que recibió. La historia así se lo ha reconocido y sigue siendo historia. Político, culto e inteligente es una descripción que le ajusta muy bien.
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