Néstor Y. Sánchez Islas.
Oaxaca aparece siempre en los lugares más bajos del país en cuanto a índices de desarrollo social y económico. Educación e informalidad laboral de tercer mundo son nuestras cartas de presentación.
Hay un indicador peor al que deberíamos dar atención de urgencia. Oaxaca está detrás de Chiapas y Guerrero en cobertura de agua potable. Los valles centrales están sedientos y en estas fechas atravesamos lo peor del estiaje.
La escasez de agua no es nueva. Contrario a lo que podría pensarse, los conflictos sociales por su escasez vienen desde el siglo XVI. O bien, desde esos años tenemos registros de ello.
El valle de Oaxaca se compone de tres zonas muy bien definidas y diferentes entre sí. La zona del valle de Etla, la del valle de Tlacolula y la de Ocotlán y Zimatlán. Etla se caracteriza por su abundancia de agua, Tlacolula por sus tierras saladas y Ocotlán por su clima semiárido, casi desértico en algunas temporadas del año.
La llegada de los españoles modificó la vida de los indígenas. La introducción de plantas y animales ajenos tuvieron gran impacto en la ecología. Trajeron el trigo y la caña de azúcar, el primero para cultivarse en el valle de Etla, el segundo en la zona de Zimatlán. La llegada de toros y vacas provocó muchos conflictos, no solo por la necesidad de agua para ellos, sino porque de forma frecuente dañaban los cultivos ajenos.
Tres investigadoras, Isabel Fernández Tejedo, Georgina Endfield y Sarah O’hara, realizaron un extenso ensayo titulado “Estrategias para el control del agua en Oaxaca colonial”, disponible en la página web de Estudios de Historia Novohispana de la UNAM en que nos proporcionan información de cómo hubo desde hace siglos toda clase de conflictos por el agua.
Contrario a lo que la historia de bronce de los libros de texto nos cuenta, los españoles respetaron a la nobleza indígena y reconocieron las posesiones de los antiguos caciques, aún contra la voluntad de Hernán Cortés a quien se le habían entregado tierras en lo que fue el Marquesado del Valle de Oaxaca, que no fue un territorio continuo, sino una serie de tierras en diferentes zonas de lo que hoy es Etla, Cuilapam, Tlapacoyan y Oaxaca. El agua no se la dieron a Cortés, él se las apropió.
Los cacicazgos sobrevivieron casi dos siglos después de la conquista. Los españoles reconocieron a la antigua nobleza indígena el derecho a heredar sus títulos y posesiones, además de mantener la estratificada estructura social basada en diferentes linajes y clases sociales. El cacicazgo más importante fue el de Etla, seguido por el de Cuilápam. Ambos tenían abundantes recursos hídricos que la corona les reconoció a través de la expedición de “mercedes”. Sin embargo, la fusión de los indios con los españoles, el despoblamiento causado por las epidemias y otros motivos provocaron que poco a poco sus mejores tierras y aguas pasaran a manos de los españoles, por las buenas o las malas, como lo fue a partir del siglo XVIII.
Los españoles pronto empezaron a competir y pelar por el agua con los indígenas. Trajeron los molinos, que forzosamente necesitan la fuerza del agua para trabajar y, aunque en un principio la propiedad de estas máquinas estuvo equilibrada, los españoles terminaron por apropiarse de todos por la sencilla razón de que tenían el dinero para construirlos y los conocimientos para manejar esa tecnología, desconocida entonces por los indios.
El trigo que se sembró en el valle de Etla fue de calidad inferior al de la mixteca, oaxaqueña y poblana, por tanto, su harina resultó amarillenta y no blanca. Este es el origen del tradicional pan amarillo de Etla, que los españoles dejaron para el consumo de las familias pobres y la plebe en general.
En los conflictos por el agua hasta el clero participó. Construyó canales, acequias y cañerías para llevar el agua a sus huertos y conventos. Todos peleaban por el agua para el riego. Se apropiaban de los manantiales, construían canales y ollas de almacenamiento, desviaban los ríos y arroyos y hacían toda clase de negocios para venderla o comprarla. Por las buenas o por las malas, obtenían la necesaria para sus siembras, ganado o molinos.
Han pasado quinientos años de la llegada de los españoles y los problemas por el agua persisten. Apenas el gobierno saliente de Alejandro Murat presumió una magna obra hidráulica que, como fue su costumbre, solo fue un cascarón. Obtuvo un crédito de más de mil millones de pesos por parte del Banco Mundial, pero la obra está inconclusa y mal hecha. No mejoró ni la calidad del agua ni su abastecimiento, solo hizo un gran negocio.
Cinco siglos después seguimos peleando por el agua. Y seguiremos porque es indispensable para la vida. Ahora el cambio climático nos obliga a actuar rápido. Nuestra indefensión contra la naturaleza se hizo evidente con las dos recientes trombas atípicas sobre nuestra capital que rebasaron todas las capacidades, tanto de la gente como del gobierno.