Dulce Hemilse Hernández Matías*
Oaxaca.- Cuando el 18 de enero de 1909 el arzobispo Eulogio Gillow y Zavalza colocó la corona sobre la cabeza de la Virgen de la Soledad, no sólo consagró a la patrona de Oaxaca; sancionó, ante la mirada expectante de miles, una idea audaz para la época: que el progreso material y la regeneración espiritual podían y debían marchar de la mano.
El desfile que acompañó la ceremonia, plagado de alegorías bíblicas y pasajes de la historia nacional, fue un manifiesto visual de aquella tesis. Bajo la estela del Papa León XIII, Gillow pretendía demostrar que la Iglesia, lejos de obstaculizar la modernidad, podía legitimarla y darle sentido.
Ese día quedó grabado en la retina colectiva como un estallido de júbilo y pertenencia. Obreros, comerciantes y campesinos desfilaron juntos, recordándole al país que el catolicismo popular ese que se arrodilla tanto ante un altar como ante la necesidad de pan había encontrado en la Virgen de la Soledad un símbolo de unidad por encima de las fracturas sociales y étnicas.
La procesión, irónicamente confinada dentro del templo por las restricciones anticlericales del porfiriato, se convirtió en un acto de resistencia estética: si la imagen no podía salir, el pueblo la sacaba en el corazón y la paseaba en carretas alegóricas.
Ochenta y dos años después, la madrugada del 10 de enero de 1991, esa misma comunidad despertó sin corona. El robo a la Basílica Menor no fue sólo un delito patrimonial; fue un sacrilegio secular que fracturó la confianza en las instituciones encargadas de custodiar el legado cultural.
Desde entonces, la corona ausente se ha vuelto una suerte de agujero negro que todo lo explica: la impunidad, la desidia gubernamental y la urgencia de replantear la protección de nuestros tesoros.
Resulta tentador contraponer ambos momentos la coronación y el robo como polos opuestos: la luz fundacional y la sombra profanadora. Sin embargo, los dos episodios revelan la misma pregunta de fondo: ¿quién tiene la responsabilidad última de salvaguardar lo sagrado, la Iglesia o la sociedad civil?
En 1909 la respuesta parecía inequívoca: el clero dirigía, el pueblo acompañaba. En 1991 comenzaron a crujir las certezas: ni los muros barrocos ni el discurso episcopal bastaron para impedir la pérdida.
Treinta y cuatro años han pasado desde aquel asalto y, aunque la Basílica luce hoy una corona de reemplazo, el vacío simbólico persiste. Una réplica, por más perfecta que sea, no sutura la herida porque no carga la misma historia de promesas, exvotos y lágrimas.
La memoria religiosa funciona como un palimpsesto: cada generosidad, cada súplica, queda inscrita en el objeto original y lo transmuta en reliquia. Robar la corona implicó arrancarle al pueblo su propio registro espiritual.
Frente a ese despojo, la respuesta ha sido mayoritariamente devocional: novenas, procesiones, mantos bordados que multiplican el acto de fe. Y, sin embargo, la devoción necesita complementarse con algo más terrenal: una política pública de protección patrimonial que esté a la altura del fervor ciudadano. De lo contrario, corremos el riesgo de que el próximo robo no sea el de una joya, sino el de la esperanza misma.
Porque Oaxaca no sólo es un mosaico cultural declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO; es, ante todo, un laboratorio histórico donde se ensayan las tensiones entre tradición y contemporaneidad, entre lo indígena y lo mestizo, entre la religiosidad popular y el Estado laico. La Virgen de la Soledad, en su dualidad de madre compasiva y emblema urbano, condensa esas tensiones y nos obliga a mirarnos al espejo.
¿Qué nos dice, pues, la corona ausente? Que la fe sin vigilancia institucional es vulnerable. Que el patrimonio sin participación comunitaria es un cascarón vacío. Y que la identidad sin memoria crítica corre el riesgo de convertirse en folklore para turistas.
He aquí la paradoja que nos toca resolver: necesitamos más ceremonias como la de 1909 capaces de articular la diversidad oaxaqueña en torno a un bien común, pero también necesitamos menos ingenuidad respecto al mercado negro que acecha tras los muros de cada templo.
Si la víspera del 18 de diciembre sigue convocando multitudes, la víspera de cualquier amanecer podría convocar ladrones. Y los ladrones no roban aquello que no vale.
Termino con una reivindicación y una propuesta:
La reivindicación: la lucha por la restitución de la corona no es un capricho museístico; es un acto de justicia restaurativa que recuerda a las autoridades su deuda con la memoria de un pueblo.
La propuesta: crear un fondo mixto Iglesia, gobierno y sociedad civil destinado a inventariar, asegurar y tecnológicamente rastrear cada pieza religiosa de alto valor, combinando la tradición votiva con la trazabilidad digital. Así, la próxima vez que celebremos la coronación anual de la Virgen, lo haremos con la certeza de que la fe no está a merced del engaño, sino resguardada por la inteligencia colectiva.
La historia nos entregó una corona de oro y diamantes; el presente nos exige forjar otra de vigilancia y corresponsabilidad. Sólo así la Virgen de la Soledad dejará de ser rehén de su propio prestigio y volverá a encarnar lo que siempre fue: el refugio luminoso de un Oaxaca plural, resistente y, sobre todo, alerta.
- Licenciada en Desarrollo Educativo/Maestra en Historia de México/Especialidad en Políticas Públicas.
X: @Hemilse.
